Mollo le dijo a Lalo que Luca, antes de componer, decía: "Hagamos cualquier cosa". Lo cito porque coincidimos en la intención. Me siento a escribir y pienso: cualquier cosa que escriba da lo mismo, siempre y cuando me represente. El resultado no está en nuestras blah blah blah manos.
Es curioso cómo las cosas que salen de mí suelen sorprenderme. Las mezclas que hago –como unir música klezmer con canciones para niños– son cosas que disfruto, pero cuya intención no termino de entender. Supongo que, como a mí misma, mi arte a veces tampoco se entiende.
Quizá voy un poco adelantada o el tiempo está retrasado, pero la música, los escritos y las pinturas que me atraviesan no buscan aprobación. En el fondo, no se trata de gustar, sino de expresarme.
Cuando quise pintar, me inspiré en Warhol. No tanto en su estética, sino en su irreverencia. Pero el ietzer me convenció de que no sabía nada. Terminé estudiando con una profesora rusa de la escuela de Kandinsky, una mujer que pintaba con la precisión de una cirujana y sufría al verme intentar controlar mis manos rebeldes.
Duré un año con ella. Al final, descubrí que mi camino era el contrario: desprolijidad, caos, romper las reglas. Hoy mis obras son monumentos al desorden, a la falta de límites. Si quiero romper la tela, lo hago. Porque en el arte, el error no existe.
Y como el ego del artista se puede domar como a un caballo, yo decidí no medir mi éxito en números. Lo mido en autenticidad, en cuánto de mí misma hay en lo que hago. Pienso en Vincent, Franz, Dickinson, y otros artistas que no encontraron reconocimiento y no quiero sufrir como ellos, lo mejor que me puede pasar es que lo que hago no le guste a nadie y que no se entienda.
Quizá por eso, de niña, me encontraban en el balcón o mirando por la ventana, como quien observa el teatro de la vida desde un palco. El arte me da ese espacio: puedo ser espectadora y actriz al mismo tiempo.
Januca es el acto perfecto de este teatro existencial. Encendemos luces que miran hacia afuera, pero nos iluminan por dentro. Es un recordatorio de que todo lo que hacemos –visible o invisible– tiene que iluminar.
Y quizá ese sea el milagro más sutil: saber mirar. Porque cada vez que miramos, en el fondo, nos estamos mirando a nosotros mismos.