A los dos años tiré mi chupete por la ventana.
Mi mamá aprovechó la oportunidad y me dijo algo que no recuerdo, pero según la tradición familiar, fue algo así como: “No existen más chupetes en el mundo”.
Parece que yo era una clásica niña de dos años, apegada a su chupete y a sus ideas, por lo que debo haber llorado un largo rato. Me imagino a los gritos, tirada en el suelo, rebuznando como un burro, y mi mamá, cansada, decidió que nada sería mejor que hacérmelo comprobar por mí misma.
Me llevó a la farmacia de enfrente y me hizo preguntarle al farmacéutico si vendían chupetes. Desde atrás le hizo señas para que contestara que no, y el buen hombre, en vez de ganarse unos pesos, me mintió en la cara.
Yo no quedé conforme. Hice otro berrinche en la puerta de la farmacia cuando mi mamá quiso volver a casa, así que, en lugar de cruzar, dobló por Gavilán y me llevó a la carnicería. Me hizo preguntarle a Titín, el carnicero. Después pasamos por el almacén, para preguntarle a Cacho. Luego, en el quiosco de al lado de mi casa, le pregunté al hombre de quien no sabía el nombre (ese negocio cambiaba de dueño muy seguido), y al recibir la última respuesta negativa, mi mamá le pidió 100 gramos de anillitos de chocolate.
Y nos volvimos a casa.

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