martes, 9 de diciembre de 2008

Manos a la obra

En mi casa, cuanto menos tengamos que acudir a un electricista, a un albañil o a un plomero, mejor.  Es por el ahorro, lo reconozco. Primero me ahorro horas de espera, porque a la mañana dicen que vienen a las tres, a las tres dicen a las cinco y cuando uno los llama a las cinco no atienden el teléfono hasta las siete, momento en el que se indignan porque se les pide que trabajen a esas horas. También me ahorro discusiones acerca del precio de un repuesto de dos centímetros, los nervios de ver como destrozan sin piedad una pared, y por sobre todo me libero de tener que sobrellevar la preferencia del gremio por los pantalones de tiro bajo.

Así que con los años, mi marido y yo nos volvimos expertos en arreglos pequeños y bricolaje, somos los exponentes ejemplares del “hazlo tú mismo”. Reciclamos, reparamos y remodelamos. Sabemos cambiar cueritos, reemplazar la puerta del lavarropas y darle patadas a la computadora.

Por eso, cuando el otro día noté que la pileta empezaba a taparse no me preocupé demasiado porque sabía cómo solucionarlo. Me vestí con ropa de fajina y me encaminé a la cocina cantando por lo bajo. Luego de varias sopapeadas, mi experiencia me indicó que la cosa venía más difícil de lo que suponía y que debería intervenir con más precisión, así que abrí nuestra magnífica caja de herramientas, metí mi cabeza debajo de la mesada, desenrosqué el codo del caño y comencé a trabajar con el cable de metal.

El desagüe parecía estar realmente tapado. Y por lo visto no era algo nuevo, era una suciedad que venía acumulándose desde hacía tiempo y que no había soportado la caída de una última cáscara de papa. Mientras más me esforzaba para que el alambre pasase, más me invadía la indignación por haber dejado que el caño se tapase. Me preguntaba cómo es que había sido tan descuidada al dejar que la basura se amontonase tanto. 

Cuando ya estaba toda transpirada y llena de grasa, empecé a sospechar que había un paralelismo entre lo que me estaba pasando y un artículo que había leído la semana pasada. Primero le adjudiqué esa idea a la intoxicación por el ácido, ¿de qué otra manera sería capaz de relacionar una idea profunda e inteligente con un caño que no se destapa? pero finalmente tuve que aceptar que ese caño me estaba dando una clase práctica acerca de lo que Sarah Radcliffe escribió en su columna semanal de la revista Mishpacha.

Ella hablaba allí de cómo dejamos que los malos sentimientos se acumulen dentro de nosotros, de cómo desatendemos los llamados de atención que nos envían, desde los paulatinos malestares físicos a los desordenes emocionales. Explicaba la importancia de no dejar que esos sentimientos se almacenen dentro de uno, de limpiarlos antes de que se instalen para que un acontecimiento pequeño no termine taponando nuestra capacidad.

También proponía una técnica para liberar nuestras zonas atoradas, y formulaba la necesidad de usarla todos los días ante cualquier situación de estrés, para lograr una estabilidad emocional que permita que nuestros malos sentimientos se escurran como agua entre los dedos, si se me permite la comparación.

Así que allí mismo, entre charcos malolientes y un embrollo de grasa, me prometí a mi misma no dejar que mis emociones me sobrepasasen, intentar que los malos sentimientos no se atasquen y mantener limpio el paso de mi esencia.  Pero por sobre todo, pacté conmigo misma que la próxima vez, llamaría a un plomero.

2 comentarios:

  1. judi
    Me encanto encntrarte en tus palabras y encontrarme tambien.Tu estilo es tan personal que es como ver una radiografia.
    me gusto mucho esto del blog, es la primera vez que me meto en uno
    esta genial la idea.
    besos judi y saludos a Vale

    ResponderEliminar
  2. ¡Gracias anónima!

    ¿la primera vez que entrás a un blog?... no lo puedo creer, tan moderna que parecías...

    te mando un beso

    ¿hay margaritas en Pinamar?
    (I am here /you are there)

    ResponderEliminar

Gracias por comentar, se que cuesta esfuerzo