El turismo es uno de los comportamientos que más me extrañan de la humanidad. Pasear por edificios históricos europeos o tolerar horas de cola para subir a la estatua de la libertad para mi no tienen ningún atractivo. Creo que desde una ventanilla de micro no se percibe la belleza de una ciudad ni desde detrás de la cámara se capta la idiosincrasia de un pueblo, pero a pesar de esto hoy los invito a dar un paseo por el barrio de la teshuvá. Preparen las cámaras, no se pierdan del grupo y sigan al guía del paraguas amarillo.
Entre la gente que hace teshuvá podemos encontrar de todo. Si juntamos a diez baalei teshuvá tendremos once historias. Algunos vuelven a las raíces por una necesidad espiritual y otros impulsados por un ansia intelectual. Están los que lo eligen con alegría y otros que lo reconocen como inevitable. Para algunos la vida de Torá es la posibilidad de lograr lo que siempre soñaron, y otros que tienen que descartar sus ideas preconcebidas. Para algunos el pasado queda pisado de la mañana a la noche, y para otros cada día es una lucha por evitar la inercia de sus costumbres acumuladas.
Sin embargo, en lo que todos coinciden es en que la teshuvá es una elección consciente. No es posible hacer teshuvá por decantación natural, no podría ser así porque es necesaria una voluntad lúcida para torcer un destino asegurado. Hace falta mucha presencia para dejar la casa del country de Hebraica y cambiar la raqueta por los tefilín.
Pero lo más asombroso es que desde afuera esto se ve distorsionado. La recriminación más común que recibimos desde el mundo secular es la de haber perdido la cabeza. Si ahora nos vestimos de manera recatada, es porque dejamos de pensar por nosotros mismos, pero cuando debíamos seguir la moda al pie de la letra eso si era fruto de nuestra propia elección. Si ahora cuidamos escrupulosamente lo que comemos, nos estamos perdiendo los grandes placeres de la vida, pero cuando nos tragábamos los choripanes de carne de perro en los puestos callejeros, ahí sí éramos gente que sabía disfrutar. Si ahora elegimos no tocar a nadie del sexo opuesto (más allá de nuestros esposos, padres e hijos) nos comportamos como en la edad media, pero cuando soportábamos los besuqueos desubicados de algún compañero de trabajo éramos la libre elección personificada.
Muchos piensan que la teshuvá es para un muchacho con un coeficiente intelectual tirando a bajo que tendrá el poco tino de abandonar el comercio familiar para desperdiciarse en una casa de estudio o para una muchacha que dejará su prometedor futuro de secretaria de pitman para dedicarse a parir y a planchar. Pero para que la teshuvá ocurra es necesaria una persona valiente e inteligente que se atreva a investigar lo desconocido, que tenga la humildad de volver a empezar y tomar las riendas de su vida. Por lo tanto aquí los dejo, fin del tour, desde acá deberán regresar solos, que cada uno encuentre a su propio guía.
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