El otro día, mientras lavaba las tazas del desayuno, le pedí a mi marido que me sugiriese un tema para un post:
-Las mitzvot –me propuso- ¿qué es más importante? ¿la cantidad o la calidad? -se entusiasmó mientras sacudía un repasador repleto de miguitas sobre el piso limpio.
La verdad es que su propuesta me encantó porque pensé que con ese tema podría escribir un excelente post. Mientras barría, me imaginé que el clásico “cantidad vs. calidad” generaría polémica, lograría que de una vez por todas superemos los diez comentarios y que ustedes se entusiasmen defendiendo posturas o tirando ideas.
Así que por supuesto, este post se tratará de cómo, cuando nos encaminamos en una dirección, muchas veces terminamos desviados. Porque eso es lo que me pasó hoy cuando me senté a escribir, y también lo que me pasó en la vida: me dejé llevar y me perdí.
La aparición en el mundo siempre es auspiciosa porque en la niñez el camino es recto y eso parece natural. Pero de pronto, y sin saber muy bien cómo, empezamos a dejarnos confundir por caminos no tan pavimentados. Cada uno conocerá las encrucijadas en las que cambió de ruta. Yo recuerdo a mi vecina enseñándome malas palabras en el rellano de la escalera, a mi primo burlándose del horario del protección al menor y a una amiga dándome lecciones de cómo esconderse tras la puerta de la heladera para comer sin ser vista. Y después, como ya había perdido el norte, tomé cualquier dirección que me pareciese un atajo: copiarme en los exámenes de historia y pintarme ojeras de rimel para que en el trabajo me dieran el día por enfermedad eran caminos fáciles.
No sé exactamente cuándo empecé a sentirme perdida, supongo que puede haber sido al darme cuenta de que los caminos, aparte de acortarse, se estrechan. Si a los diez años había dejado las clases de ballet porque el viaje en colectivo era aburrido, a los quince ya no podía ser bailarina.
Sé que conocen la sensación de saberse perdidos y seguir avanzando a pesar de no estar seguros de si uno se acerca o se aleja del destino. Y también sé que ahora están esperando que yo diga que por fin llegué y que aquí los estoy esperando. Pero tendré que desilusionarlos, porque lo que encontré fue el rumbo y una ruta perfectamente señalizada. Sigo en marcha y, mientras camino, me pregunto: ¿qué será más importante? ¿la cantidad de la distancia recorrida o la calidad del viaje?