A Liza, que me recordó que a veces escribo.
A veces paso por acá para actualizarme, para dejar algún registro de que todavía existo.
Porque la Valeria que conocía desapareció. Puff, Pow, Bam! Se fue, se esfumó cuando mi exjefa me propuso un trato que, a la larga —supongo— puede sacarme de la dificultad financiera por la que estoy atravesando.
Como a un ratón en un laberinto, Hashem me ofreció una única salida: hacer lo que no tenía ganas de hacer.
De ahí en más, me dediqué a tener ganas de que me guste lo que me estaba pasando, porque si algo aprendí del Kav Habitajón, es que todo lo que sucede es manifestación del amor de Hashem, Avinu Shebashamayim, que me ama y que todo lo que me envía es bueno.
Pero bueno, bueno, bueno... una es humana.
A veces me pregunto si aquella Valeria habrá existido solo en mi imaginación (siempre es bueno desconfiar de uno mismo), pero yo creo que antes de volver a representar el papel de project manager, yo estaba más conectada con Hashem, lo único importante. Y realmente me sentía amada, protegida, sostenida, abrazada; en serio veía solo lo bueno en cada situación, tenía únicamente pensamientos positivos. Pero hoy me pregunto: ¿tan débil es mi bitajón, que alcanzó con un sacudoncito para volverme una persona mundana, preocupada por si la fecha en el pie de la página es la correcta, por si la editora cambió o no el título que el rav desaprobó, por si la diseñadora puede irse más temprano, por si hay lugar para dos avisos más, por si se actualizó el InCopy?
Yo me había enamorado de la Valeria que no se preocupaba por nada porque detrás de todo veía la mano de Hashem.
Y entre aquella del jardín y esta de los deadlines, me desconocí, me confundí, y hoy no sé bien quién soy. O quién quiero ser. O en quién me convertí.
Es como que hasta hace un tiempo me creía recibida de la vida, hasta me vi con el bonete ese, subiendo a recibir el título directamente de las manos de Hashem, que me firmaba el diploma con un “excelente, muy bien, diez, felicitado” en todas y cada una de las pruebas.
Me vi hasta los ciento veinte, feliz, hamacando a mis nietas en el jardín.
"Esto también va a pasar", dijo Shlomó Hamelej. Y si no querés que pase, pasa igual, aunque Hashem te tenga que sacar de los pelos y mandarte a primer grado otra vez, para afianzar la estructura que, por lo visto, bastante floja andaba.
Además, ni tiempo de procesar tuve, porque todo pasó tan tan tan rápido. Un día caminaba descalza sobre las piedras y al día siguiente viajaba en un colectivo repleto. Volví a sentir cosas que desde hace mucho no sentía: hambre y sueño, por ejemplo. Y nervios, bastantes nervios.
Si le hubiesen dicho a la chica esa, la del Pesaj Project, que unas décadas después se tomaría solo dos días para la limpieza de Pesaj, hubiese apostado toda su fortuna (que era mucha) en contra. En realidad, ni la señora esta que soy en el presente todavía puede creerlo.
El proceso lo viví intensamente. En la noche del seder me descompuse y me sentí peor que el año del pez globo. Imagínense lo mal que me debo haber sentido como para perderme la carne con kneidalaj. Después de la cuarta copa se me paralizó medio cuerpo; durante Halel mi cabeza daba vueltas como en una montaña rusa (solo había tomado jugo de uva). Me fui a acostar y temblé como poseída. Después me dormí. Y listo.
Me desperté como si nada y a la vez muy sorprendida.
¿Qué recibida ni recibida? Volví a involucrarme emocionalmente con acontecimientos vanos. Y eso que vivo repitiéndome como un loro que todo lo que sucede es perfecto, que todo está siempre bien. Que los resultados no están en mis manos. Que lo que importa es el intento. Lo digo, lo pienso, pero no lo siento.
Hashem tiene mucho ingenio. Cada uno puede comprobarlo por sí mismo. Las cosas cambian y se desarrollan sorpresivamente y nos obligan a jugar a interpretar las señales, a intentar descifrar el enigma, a descubrir por dónde va la cosa, por qué, para qué, o cuánto o cuándo.
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